Friday, February 17, 2012

Dulce miel


Tantas cicatrices en mis manos. Tanta sangre desperdiciada. Tanto sudor consumido. Todo en contra de mi voluntad.

La vida parece ser una misión imposible en donde luchamos por saborear la gota de miel que cuelga de la punta de una espina. No solo es tener el valor para llegar, pero el control para saber tomarla sin volver a derramar el elixir de tu integridad.

Cuentas veces he deseado volver a tener la ingenuidad que una vez me caracterizó. No permitir que el mundo corrompa el niño que veía la vida con colores brillantes. ¿Dónde quedó? Creo que esa misión que comencé tenía como daño colateral la muerte de mi pureza. Lucho por mantener mi dignidad a flote, al punto que la marqué en mi piel para no olvidar que debo defenderla antes que a mi mismo.

Esas cicatrices son producto de la espera. El ramo de rosas con el que quedé varado esperando por una luz mientras la noche se hacía más oscura. La sangre fue producto de la desesperación. Esa maldita frustración que me hacía generar heridas nuevas en todo eso invisible a los ojos. Ese sudor fue producto de la furia que se encendía en mi interior. Corriendo en contra de mi mismo, ingiriendo todo lo que mi alma deseaba expulsar de mis venas. Cuando el rencor se vuelve tu savia, tu vida se vuelve tu condena.

Cruzando calvarios cual personaje bíblico, dejaba pedazos de mi piel para que pudieran encontrarme, salvarme. Mirando al cielo y rogando por luz antes de buscarla en mi mismo.

Ese niño murió en la cruz por mí.
Este hombre cargó una cruz sin él.

Acepto esa muerte, absuelvo esa carga.

El fantasma del niño me hace creer en el amor.
El recuerdo de la carga rescata mi dignidad.
Y entre un fantasma y un recuerdo he de aprender a vivir con sabor a miel en los labios.

Sin importar los obstáculos… sin importar ninguno de ellos.


P.S. Es precisamente en mi jardín donde siento la presencia del fantasma que me remonta a mi niñez, que me hace retener la fe en el amor puro, que me recuerda que nunca debo perder la admiración por la inocencia perdida. Su sonrisa me reafirma que es natural, que no es mi culpa, que el mundo en el que vivimos logra que todos (a la mala) perdamos parte de la ingenuidad que nos permitía maravillarnos de las sencilleces de la vida.

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